Los trabajadores sociales de Madrid llevan meses de protestas por las malas condiciones que existen en buena parte de los centros de acogida para personas sin hogar, la mayor parte de ellos gestionados como lucrativas empresas y donde los brotes no cesan
Uno de los principios de
la nueva economía es que para sobrevivir hay que crecer siempre. También en
tiempos de pandemia. Y los trabajadores de los servicios sociales conocen sus
consecuencias. El mercado persa en el que se ha convertido el sector les causa
estragos. Están agotados e irritados. No hay más que ver su descontento y
escuchar cómo sobreviven en una situación límite: “Es un verdadero caos. Nos
han abandonado a nuestra suerte y ya no aguantamos más. Estamos hartos”, relata
un miembro de una de las secciones sindicales del Centro para Personas sin
Hogar Juan Luis Vives de Madrid, un albergue donde 130 residentes conviven a
diario con 4 o 5 trabajadores sociales, un enfermero y, a veces, sin médico. La
mayoría son empleados eventuales. “Hay miedo a perder el puesto y a las
represalias internas si te quejas de la situación a altas instancias. Por eso
no queremos identificarnos”, se justifica para mantener su anonimato. Denunciar
la podredumbre de las condiciones laborales es traspasar un límite protegido
por un poste de alta tensión.
Frente a los rigores de la enfermedad, el negocio ha seguido creciendo. La austeridad reina en los seis grandes centros que hay en Madrid donde han llegado a racanear hasta las mascarillas. Eso ocurrió entre marzo y mayo y casi provoca una rebelión. Por eso mejoraron un poco las cosas pero sin aflojarles las tuercas.
– “¿Ya les han hecho PCR?”.
– “No. A algunos usuarios les han hecho test de antígenos”, responde.
– “¿Y a los trabajadores?”. La pregunta le resulta estúpida y contesta con ironía ácida: “Sí, cada mañana. Y nos ofrecen un daiquiri al darnos los buenos días”.
Aunque en varios
albergues ya han comenzado a realizar análisis entre el personal de servicio,
la norma habitual ante la alarma es el confinamiento voluntario. Y luego que el
afectado contacte con su médica de familia por su cuenta y riesgo que es quien
finalmente debe ejercer de rastreadora obligada. Si la luz roja se enciende
dentro del albergue, nada se altera. El
aislamiento por contacto estrecho no se aplica “o simplemente es
imposible de hacerlo” con residentes confusos que llegan allí huyendo del
miedo. Todos recalentados con brasas de dolor humano. Enfermeros, auxiliares y
médicos llevan exigiendo desde marzo una mayor implicación a empresas y responsables
municipales para contener la situación pero la paciencia se agota. No creen en
la compasión humana. “En realidad, no creemos en nada”, añade el sindicalista
del Juan Luis Vives.
Semanas antes de producirse el colapso por la pandemia, los empleados del Samur Social de Madrid advirtieron públicamente que las condiciones laborales que ofrecía la empresa concesionaria de un servicio que atiende a miles de ciudadanos, el Grupo 5 Acción y Gestión Social, eran nefastas: Contratos basura, temporalidad, sobrecargas de turnos, falta de cobertura al absentismo, incumplimientos de convenios. “Así es difícil trabajar”, comenta uno de ellos. El Grupo 5 forma parte de uno de esos conglomerados voraces que han transformado este sector en un negocio fascinante y lucrativo, Corpfin Capital Real Estate, un fondo de inversión al que la privatización de los servicios sociales del Ayuntamiento de Madrid ha convertido en uno de sus principales beneficiados. Además del Samur Social, administra centros de acogida para personas sin hogar como el citado Juan Luis Vives, designado en su día como el albergue referencial para la vigilancia y aislamiento de residentes con síntomas de coronavirus; o el de Puerta Abierta, un recinto habilitado hace 19 años cerca del aeródromo de Cuatro Vientos que el pasado 21 de septiembre sufrió un brote de coronavirus descomunal: 50 de sus 120 usuarios cayeron enfermos.
Equipo directivo de Corpfin Capital
“El abandono que sufrimos trabajadores y usuarios desde el inicio de la pandemia han sido una constante”, denuncia un miembro de la sección de servicios sociales del sindicato CC.OO. que también prefiere mantener su anonimato. “¿A quién le importa lo que sucede en estos centros después de ver lo que está sucediendo en Madrid? ¿A alguien le interesa, de verdad, qué recursos se dedican a cuidar e intentar reincorporar socialmente al último eslabón de la cadena, a los pobres entre los pobres? ¿Qué representamos los trabajadores sociales, los auxiliares y los enfermeros en las circunstancias actuales de crisis? ¿Y los usuarios? Ah, claro, ellos no votan”, afirma descorazonado pero sin ocultar su sincera indignación. “Vivimos en la protesta continua”, insiste.Demasiado movimiento para
implantar el protocolo de respuesta a emergencias en este tipo de instalaciones
que el Ministerio de Derechos Sociales estableció en agosto. Un plan que exige
el aislamiento inmediato de los casos sospechosos en módulos especiales dentro
del propio edificio. Difícil de ejecutar sin herramientas en los centros que
hay en la ciudad de Madrid. Sin embargo, ACCEM acaba de lograr que el Ayuntamiento
de Madrid renueve el contrato que tenían firmado para dirigir otro albergue de
estas características: El Vivero. El acuerdo suscrito en julio asciende a 3,3
millones de euros, un 9,57 % más que el anterior. Allí se detectó a principios
de octubre un brote agresivo. Primero fueron 13 los infectados. En tres días
ascendió a 33. “33 entre 120 residentes. Imposible de controlar”, insiste una
trabajadora. La inquietud se apoderó del centro.
También el desánimo. El
de Puerta Abierta fue clausurado hace unas semanas, después de una dura e
incesante pelea entre trabajadores y dirección. Había motivos sobrados. El
peor, sin duda, que 50 de los usuarios presentaban síntomas de contagio. En el
interior, la tensión se podía cortar con un cuchillo. “Nosotros mismos tuvimos
que ingeniar la manera de aislar a los sospechosos. Las condiciones eran
pésimas, por decirlo finamente. Es que la propia distribución del edificio es
jodida, con habitaciones colectivas, etc. Así que optamos por dividir un largo
pasillo por la mitad. A un lado ubicamos a los que estaban sanos y al fondo, a
los enfermos. Pero, claro, evitar el contacto de unos con otros, que ya es
complicado en una situación de normalidad, era como pedir peras al olmo.
Imposible, vamos. Reclamamos a la empresa que hiciera PCR masivos y que cerraran
el centro pero tardaron semanas en hacerlo. Y eso que hubo gente en la
dirección muy implicada pero los de arriba no parecían estarlo porque tardaron
semanas en reaccionar”, revela un auxiliar del centro a quien aquella
calamitosa experiencia le produjo periodos de ansiedad indescifrables.
Finalmente, desinfectaron las instalaciones y los casos positivos fueron
trasladados a un hotel medicalizado que el ayuntamiento tiene abierto en el
barrio de Las Tablas. Allí cumplieron la cuarentena. Hoy, este auxiliar de
enfermería ha cambiado de trabajo. “Era muy complicado soportar esas
condiciones. Por suerte, he encontrado algo mejor”, admite.
La falta de personal es
uno de los grandes dramas que padecen estos centros, la penuria de un modelo
que la epidemia ha desmontado. “No tenemos enfermeros”, apostillan un
trabajador de ACCEM y otra de Grupo 5. Les dicen que no hay ninguno disponible
en el mercado debido a la enorme demanda de hospitales y centros de salud. “Por
supuesto que no los encuentran pero es por el sueldo que pagan”, coinciden.
¿Cuánto cobran? “1.000 euros al mes de media. En algunos casos, incluso menos.
Trabajando de lunes a domingo”, aclara uno de ellos. De la prevención de
riesgos laborales prefieren no hablar. “Hace unos días recibimos la visita de
la gente de inspección de trabajo y fueron atendidos por un miembro de la
empresa que no ha estado ni un solo día en alguno de los centros que tiene el
Grupo 5 porque es persona de riesgo. No conoce lo que hemos vivido. Todo fue
bien… para ellos”, revela un trabajador de Puerta Abierta.
El ambiente es insostenible. La cifra de infectados, lejos de estabilizarse, prosigue un ascenso acompasado. A una semana tranquila le suceden dos de sobresaltos. Dolor, frustración, horas en duermevela, discusiones cargadas de veneno, algunos silencios temerosos y muchos enfermos. Los controles son confusos e insuficientes, sin rastreadores ni pruebas PCR. Aunque desde el Ayuntamiento destacan su compromiso por conocer y comprender al llamado sin hogarismo, y el ejemplo que ponen es su reciente afiliación a la Federación Europea de Organizaciones Nacionales que Trabajan con Personas sin Hogar (FEANTSA), quienes a diario se parten la cara en el barro de este mundo no opinan lo mismo. Aunque lo expresen con la boca pequeña y el ceño contraído. “El problema de fondo es el fracaso del modelo que han implantado. No son centros de reinserción sino de recogida de personas sin hogar. Han convertido un servicio comunitario en un negocio”, explica el sindicalista del Juan Luis Vives.
Los manuales básicos de
política psicosocial son claros: el objetivo final de estas residencias es
proteger a personas vulnerables pero también enseñarles habilidades que les
sirvan para cambiar su comportamiento y salir de los márgenes del mundo en el
que se encuentran. “No a todos pero sí a algunos”, concluía en una entrevista
el psiquiatra del servicio vasco de salud, Rubén de Pedro, entre sus funciones
está la de visitar los albergues de Bilbao abiertos a decenas de ciudadanos que
habitualmente duermen en la calle. Es
decir, ex menores no acompañados con profundos desarraigos, adultos con
diversidad funcional o con patologías de salud mental, jóvenes con problemas de
adicciones. Carnaza, a fin de cuentas, que se cotiza al alza en el mercado
libre de los servicios sociales. La privatización los ha convertido en clientes
de un negocio circular, sin puertas de salida ni escaleras por donde trepar en
el patrón social. Marginados cercados como corderos en fortalezas de silencio.
“¿A quién les importa? El 60% de los usuarios habituales son extranjeros que no
pueden regularizar su situación laboral y que no tienen más aspiración que
lograr una ocupación no lucrativa. Esa es la realidad en estos centros donde el
gasto por residente se mide al máximo. Un trozo de pan por persona, una servilleta.
No hay más. Mientras que en otra habitación los directivos se felicitan por la
rentabilidad y se reparten los beneficios de ese ahorro a final de año. Tenemos
gente de 64 y 65 años que son atendidos por personal auxiliar sin formación y
fuera de sus competencias. Eso es un fracaso del modelo, un parche. En Madrid y
en todos los sitios de España”, afirma el trabajador de un centro de acogida.
Vivir cada día es la
única opción para los usuarios. Y la esperanza se ha convertido en algo
improductivo para el personal que les atiende aunque sigan demostrando una
entereza admirable. Si no fuera por ellos, nadie acierta a decir qué habría
sucedido en estos últimos meses.