En los últimos años, como consecuencia de la crisis económica, del uso masivo de las nuevas tecnologías y de la globalización de bienes y capitales, se está dando un cambio de paradigma en los modelos empresariales tradicionales caracterizado por la irrupción de nuevas empresas que operando en internet se hacen llamar “colaborativas”.
Los modelos productivos de esta supuesta economía colaborativa se basan en utilizar la tecnología en provecho propio, ya que gracias a ella, los denominados “usuarios” se pueden organizar para lograr un beneficio económico, productivo o cognitivo. Concretamente, las empresas de la economía colaborativa se definen como plataformas digitales innovadoras de intermediación entre personas (Uber, 2017).
Sin embargo, la colaboración en las relaciones de mercado no es para nada un concepto nuevo o innovador. Como reseña Belk (2009) las personas en todas las épocas históricas han compartido y han sobrevivido gracias a la repartición de bienes y cuidados y a la ayuda mutua. Antropológicamente hablando, compartir consigue reproducir las relaciones sociales y solidificar las prácticas culturales (Belk, 2009: 721). Ejemplo de tal situación es la vivida desde el inicio de la revolución industrial y que ha ido en aumento por las clases trabajadoras, las clases empobrecidas y las comunidades más racializadas, que han visto y ven en la solidaridad y en la colaboración la única manera de sobrevivir a la cada vez más creciente atrocidad de los mercados y del capital. Sin embargo, el actual modelo de “colaboración” entre personas atiende a patrones diferentes a los que siempre se han dado.
A diferencia de la solidaridad de clase que se daba entre personas conocidas y pertenecientes a una misma red social –formada principalmente por vecinxs, amigxs, compañerxs y familiares–, los modelos de supuesta colaboración impulsados por empresas de la “órbita Uber” facilitan la conexión entre personas desconocidas entre sí, y sin ninguna conexión en común. Tal y como reseñan las sociólogas Frenken y Schor (2017) “las plataformas digitales pueden hacer que la compartición entre personas extrañas sea menos arriesgada y más atractiva debido a la obtención de información sobre los usuarios mediante el uso de calificaciones y reputaciones” (Frenken y Schor, 2017: 3). Asimismo, gracias al halo de ingenuidad y optimismo que rodea al concepto de cooperación, cada vez más empresas pujan por entrar dentro de la órbita de la economía colaborativa.
Al comienzo del surgimiento de estos “nuevos” modelos lucrativos los bienes a compartir a cambio de una prestación económica fueron principalmente los vehículos y las casas. Por ello, actualmente múltiples empresas –véase Blablacar, Uber, Cabify, AirBnB o HomeAway entre otras– simplemente conectando a unas personas dueñas de casas y coches con otras demandantes de dichos bienes, consiguen facturar a lo largo del año más de mil millones de Euros en todo el mundo (Owyang, 2018). Actualmente, tras 7 años desde la llegada a España de este tipo de empresas, el rango de bienes a “compartir” ha aumentado de manera exponencial, y hoy en día además de alquilar viviendas o coches, podemos alquilar materiales –véase Relendo–, guías locales sin licencia –véase Trip4Real–, barcos –véase Nautal–, reputación –véase Traity– o incluso las pedaladas de un joven precarizado que nos trae en menos de diez minutos una pizza a casa –véase Uber Eats, Deliveroo o Glovo entre otras–.
En principio los valores añadidos de este tipo de empresas son múltiples ya que pueden conseguir frenar el consumismo masivo de bienes (Benkler, 2004), reducir el impacto medioambiental generado por el transporte privado (Schor et al., 2016), potenciar el contacto social entre desconocidos o aportar un dinero extra a aquellas personas dispuestas a compartir sus bienes y su tiempo. Asimismo, al poner una serie de servicios a disposición de aquellas personas que voluntariamente quieran compartirlos, consigue generar una especie de espíritu autónomo y facultativo que favorece el consumo libre (Frenken y Schor, 2017: 4-5). No obstante, debido al fuerte impacto de la crisis, en múltiples casos este tipo de relaciones supuestamente libres y voluntariosas se ven truncadas por la necesidad de muchas personas empobrecidas dispuestas a trabajar por unos salarios realmente bajos (Schor y Attwood‐Charles, 2017:5) .
Recordemos que las libertades y las capacidades de decisión de las personas vienen determinadas por los derechos, pero sobre todo por la posición adquirida en la estructura social y por la capacidad de hacer frente a situaciones adversas. Por ello, el grado de libertad de un joven precarizado que se ve obligado a darse de alta de autónomo por menos de 5 Euros la hora pedaleando más de 15 kilómetros, no es el mismo que el del joven con solvencia económica que decide utilizar un servicio de entrega a domicilio por menos de 3 Euros para poder comer “japo” esa noche sin moverse del sofá. Tampoco comparten el mismo grado de emancipación el señor de 50 años que tras pasar un largo tiempo en la cola del paro se ve compelido a ponerse una corbata, subirse a su coche y realizar turnos de 12 horas recorriendo la ciudad, que el hombre de mediana edad, con estudios universitarios y un salario más que digno que quiere que le ofrezcan agua y un servicio personalizado mientras realiza un trayecto en vehículo privado a un restaurante caro de la ciudad. Asimismo, tampoco podemos hablar de trabajo “a libre disposición” si existe la obligación de estar unas determinadas horas del día dando un servicio determinado sin ni siquiera un salario mínimo establecido.
Por otro lado, cabe recordar que las empresas basadas en la “colaboración” consiguen enmascarar una relación laboral entre empresarios y trabajadores, convirtiendo las plataformas de compartición en el único medio de subsistencia para muchas personas y creando una situación de dependencia absoluta. Utilizando triquiñuelas legales, un léxico innovador –Ryder en vez de repartidor, usuario en vez de taxista o inquilino en vez de hotelero– y obras de ingeniería laboral, consiguen que los costes de producción de determinados servicios, que ya existían previamente, se reduzcan drásticamente. De esta manera, además de mermar las condiciones de ocupaciones tradicionales evadiendo impuestos y bajando radicalmente los salarios, consiguen hacer creer que son una herramienta necesaria para muchas personas que de otra manera no podrían acceder a determinados tipos de servicios.
Ejemplo de tal situación, pero aún más invisibilizada que el de las empresas de movilidad, de reparto a domicilio o de alquiler de viviendas, es el que se está dando en el sector de los cuidados. Si bien estos clásicamente habían sido provistos por familiares, profesionales y amistades –mayoritariamente mujeres en los tres casos–, actualmente, y al igual que en los casos antes nombrados, se está consiguiendo pasar a una órbita en la que personas desconocidas entre sí consiguen formalizar una relación de colaboración. Ejemplo de ellas son empresas como Aiudo, Family, Qida o Wayalia. Empresas que capitaneadas en su mayoría por unos pocos hombres blancos con un alto nivel educativo (Frenken y Schor, 2017) consiguen, sin tener a ninguna persona cuidadora en plantilla, saltarse las pocas e insuficientes leyes que protegen la situación laboral de muchas y muchos trabajadores alcanzando beneficios económicos inimaginables hace menos de una década. Alegando que ellos no son los que prestan los servicios, sino que su única labor consiste en poner en contacto a unas personas demandantes de servicios con otras ofertantes de los mismos, consiguen precarizar, sexualizar y racializar aún más el sector mientras se llevan una comisión.
Cabe recordar que en España es ilegal racializar o sexualizar las ofertas de trabajo demandando únicamente a hombres o mujeres para cubrir una vacante. No obstante, este tipo de empresas excusándose en que no son ellas, sino las personas particulares las que eligen a los trabajadores, tienen licencia total para publicar ofertas en las que demandan mujeres migradas con unas capacidades –como la cocina tradicional española– que denotan claramente el origen deseado. Asimismo, argumentando que ellos no deciden las condiciones salariales y contractuales propuestas por las familias demandantes de servicios de cuidados, no tienen el más mínimo pudor de publicar ofertas de trabajo que exceden las 40 horas semanales y sin alcanzar siquiera el Salario Mínimo Interprofesional. Arguyendo que ellas no seleccionan para su empresa sino para particulares (personas físicas) que no están sujetos a las mismas restricciones que las empresas en los procesos de selección, consiguen abrir la veda y saltarse cualquier protección legal, por mínima que sea.
En definitiva, al igual que empresas como AirBnB que surgieron como alternativa a una oferta hotelera de precios desorbitados añadiendo el factor social a la experiencia de consumo, las plataformas de cuidadorxs que surgieron para facilitar el acceso a los cuidados, se han visto corrompidas por grandes fondos, han acaparado la oferta y han ajustado sus precios y tarifas a las del “libre mercado” eliminando el factor social de intercambio y precarizando aún más el sector. Sin duda, lo más lacerante y desgarrador no es tanto el giro radical, previsible en cualquier estructura capitalista, sino el discurso que dichas plataformas siguen manteniendo a día de hoy, simulando que contribuyen a la mejora de las personas mayores y dependientes y haciéndonos creer que forman parte de la economía social y cooperativa donde la calidad de vida y la dignidad de las personas trabajadoras se antepone al lucro económico.