Llevo 16 años trabajando en los Servicios Sociales municipales y siento tan vivo como el primer día el temor al contagio. Ese contagio que no sabes como se produce pero que fluye veloz por todo tu sistema y que contamina hasta el último rincón de tu cerebro, modificando tu ideología y bajando al mínimo defensas y energías.
Al inicio de esta aventura profesional pensaba que estaba inmunizada, que había algo en mí que impediría ser atacada por este virus, fue quizás la inocencia de la juventud que nos hace creer invencibles, pero con el paso del tiempo la tranquilidad de creer poseer una barrera invisible ha ido dando paso a un aumento de la desazón por no saber con exactitud como puede iniciarse la infección.
A pesar de este miedo constante que parece perseguirme cada mañana, sigo aquí, porque creo firmemente que los Servicios Sociales son un derecho que debe estar gestionado desde lo público y ser la base para una sociedad igualitaria sustentada en la Justicia Social. A veces creo que esta creencia puede ser una pequeña vacuna para evitar la “enfermedad”. Pero no sé si es suficiente. Seguramente no, ya que el sistema manifiesta un fuerte control e intenta todos los días que seas contagiada.
La burocracia es el arma más poderosa que contiene el sistema, con ella desposee de identidad a la persona usuaria del servicio y deja a la mente del profesional totalmente abotargada, llena las mesas con millones de requisitos y papeles que cumplimentar y hace casi imposible el salir al barrio, hábitat natural de la trabajadora social. Así se consigue que la profesional también marque una distancia suficiente que evite la implicación en los problemas del otro y en casos extremos este sea visto como un “ser maléfico” que lejos de querer solucionar sus problemas quiere amargarte la existencia laboral. Una existencia que la burocracia te promete somnolientamente apacible. Para el virus es mucho más fácil infectar si no puedes ver en el que tienes delante a un ser humano como tú, con penas y alegrías, con objetivos, con sueños, con capacidad.
Llevo estos dieciséis años buscando píldoras que tomar que eviten que caiga en este problema. Los momentos más dramáticos de mi vida profesional los he vivido cuando he pensado que había sido infectada. Me levantaba con una desgana brutal, salía a la calle y sólo veía grises, sentía ataques constantes de las personas que atendía y parecía que nada tenía solución. En esos momentos de incipiente contagio siempre he recurrido a los días de vacaciones y a la lectura para poder poner freno a esta sensación. La distancia del foco de contagio es una medida preventiva conocida desde hace siglos. Por suerte he podido determinar que eran síntomas de agotamiento, que son fáciles de solventar pero que no podemos dejar sin atender adecuadamente ya que que en ocasiones si no se le pone remedio es una de las maneras de llegar a la infección total.
En cuanto a las píldoras he descubierto que la lectura sobre el Trabajo Social es un buen remedio. Parece que te refresca la mente y te pone en guardia. Los cursos de formación con profesionales implicados y el trato con éstos fuera del ambiente laboral diario también ayuda mucho. La burocracia te va fabricando sin que te des cuenta unas orejeras para que cual burro domesticado sigas el camino. En cambio la formación y el contacto con otras profesionales te ayuda a abrir el campo de visión manteniendo el cerebro en una refrigeración constante.
También es positivo tener aficiones diferentes al Trabajo Social y dedicar una parte del día a cosas que no tengan que ver con la profesión. En definitiva abrirte al mundo y explorar otras partes de ti. El tiempo que inviertas en descanso mental y en hacer cosas que te hagan feliz es una inversión directa en cargarte de herramientas contra el virus.
Descubrí ya hace tiempo que mirar a los ojos, dejar fluir la empatía y adentrarse en los sentimientos de quien tienes en frente es vital para no contagiarte. Es verdad que el trato con la gente con es siempre fácil, que a veces eres el muro de descarga de frustraciones y como ser humano eso te afecta. Pero hay que saber tomar distancia en esos momentos y entender el sufrimiento que hay detrás de cada acto y de cada palabra. Aprender a despersonalizar la agresión verbal pero no a la persona es vital. Preguntarnos ¿porqué si dirige así hacia nosotros?¿Qué está pasando en su vida o en su mente? Y ser consciente de que somos la cara del Sistema que perpetúa su problema y que no le da solución. Las personas que acuden a nosotros desconocen que también estamos luchando para modificar el sistema y por eso nos ven parte de él. Debemos hacernos partícipes de su angustia y explicar que si bien nos movemos en los límites que el sistema nos marca somos conscientes como personas de su problemática y haremos lo posible ( a veces hasta lo imposible) por ayudarle a encontrar una solución. Esto no es fácil. Somos humanos y también sufrimos con los embates de lo que consideramos injusto pero es necesario aprender a hacerlo. Y también aprender a identificar cuando no podemos ayudar a una persona, cuando nuestras emociones y sensaciones nos dominan y nos alejan de la objetividad y debemos pasar la intervención con esa persona a otro profesional. Somos humanos, son humanos, debemos crear conciencia de humanidad para poder evitar el contagio.
Otra medida de profilaxis crucial es el contacto con el barrio, la calle está ahí. Como profesión nacimos en ella y no debemos dejar que la burocracia nos aleje por completo. Es difícil compaginar los tiempos para andar en los dos mundos. Intentar un trabajo de calle idílico como muchas tenemos en la cabeza es una fuente de frustración y por tanto un paso más hacia la “enfermedad” pero sí hay medidas intermedias, pequeñas dosis semanales que nos permitan no perder el contacto con la realidad de las personas para las que trabajamos.
En definitiva, trabajar en los Servicios Sociales públicos a veces es una lucha contra el sistema y contra tus miedos para no caer en la deshumanización y no convertirte en un autómata de lo público. Los Servicios Sociales deben ser públicos y de calidad, cercanos a la gente, hechos para las personas y por las personas, por eso no podemos dejar en ningún momento que el virus de la burocracia nos infecte y perdamos nuestra capacidad de empatizar, la cual debemos reflejar en un trato exquisito a las personas usuarias de los servicios.
Hoy, dieciséis años después sigo luchando por mantenerme inmune. Ha sido difícil, es un trabajo constante, pero sé que no estoy sola. Grandes profesionales siguen en esa línea y sé que seguiremos batallando por que la humanidad, la calidad, el buen trato y la efectividad ganen la partida en los Servicios Sociales públicos.
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