“Tuve mi larguísima época de sofás, ocupando el salón de mis amigos
durante años, de un lado a otro y luego llega un momento en el que ya
tienen que decir ‘hasta aquí’. Tú no estás bien y ellos acaban hasta el
moño de ti. Pero, gracias a dios, nunca me dejaron quedarme en la
calle”. Sin terminar las frases, Patricia rememora el que pudo ser su
primer día viviendo en la calle. “Llegó el SAMUR y llamaron a mi
hermano, el teléfono de su trabajo era el único que recordaba”. Así
cambió el rumbo. Hoy vive en una habitación en un piso compartido, que
paga gracias a la renta mínima de inserción (REMI) de 400 euros y que
estira para pagar facturas y comer. Duerme en una cama, pero se
considera una persona sin hogar. Una mujer sin hogar.
La
tipología europea de personas sin hogar y exclusión residencial
contempla a aquellas que viven sin vivienda o en viviendas inseguras o
inadecuadas. Estas circunstancias podrían dar forma al concepto de
“sinhogarismo”, pero Patricia prefiere hacer uso de otro término que
considera más adecuado y que acuñó un amigo suyo: el sinlugarismo.
Porque, “más que sin hogar, es sin lugar, sin ese sitio de donde eres
tú”, trata de explicar. “La gente, cuando habla de sinhogarismo, piensa
en gente sin techo y no es lo mismo. Es no tener un duro y no tener de
donde sacarlo”.
Sabe de
lo que habla. Después de trabajar durante más de 15 años en un puesto
fijo, perder el empleo e invertir sus ahorros en otro proyecto que se
truncó, esta mujer de 59 años se vio “sin nada a lo que agarrarse”. Pero
este giro vital no es producto de un instante, sino de un proceso. “Es
poco a poco, cada vez tienes menos y a partir de ahí no hay manera de
salir porque ya tienes muchos años y es complicadísimo todo… estás
colgando de un hilo. Lo único que te queda es irte a vivir debajo del
Puente de Segovia. Y encima te culpabilizas de todo”.
La cifra
Según
el último recuento del Ayuntamiento de Madrid, el sinhogarismo femenino
representa solo un 11%, pero ahí solo se refleja la gente que está en
la calle, en los albergues o en domicilios de las ONG. “El resto no se
ve, por ejemplo, no se me ve a mí”, señala Patricia. La apreciación que
hace esta mujer da en la clave del efecto invisibilizador y potenciador
de desigualdades de la estructura patriarcal sobre las mujeres. Y en
cuestión de pobreza y exclusión social, el impacto no es menor.
“El
sinhogarismo de mujeres es mucho más oculto, más invisible. Por eso es
importante mirar este fenómeno desde una perspectiva de género”, apunta
Cristina Hernández, responsable de Incidencia de RAIS Fundación. “Si
todas las personas sin hogar están en una situación vulnerable, las
mujeres lo están más porque ellas, además, sufren la violencia
estructural que nos afecta a todas las mujeres”, subraya Hernández.
Para
Patricia, combatir la invisibilidad del sinhogarismo femenino pasa,
precisamente, por darle visibilidad “desde dentro”. Aunque lamenta que
“nadie quiere pertenecer a este club” y que “lo que hay que hacer es
dejar de estigmatizarlo, de sentirse culpable. Una buena herramienta
para salir del armario es su participación en el blog Realidades, donde escribe, junto con otros compañeros, sus experiencias como mujer sin hogar.
Elena Somavilla es una mujer de tez dura y curtida por el
sol, tiene tres puntos tatuados en la piel, pero no sabe si es gitana,
aunque no le importa. “Sea lo que sea, soy mujer y soy persona”.
Conversar con ella es alternar drama con humor. Lo segundo es su
antídoto para combatir lo primero. También es una amalgama de recuerdos
que tiene como punto de partida su infancia en un colegio de monjas en
Santander, hasta que, siendo muy jovencita, con una débil o nula
estructura familiar, llegó a la localidad madrileña de San Fernando de
Henares.
“He vivido en un banco, en hostales, debajo del puente,
en todos lados”, dice esta madre y abuela. Uno de los lugares donde ha
pernoctado es un minúsculo hueco de unos tres metros de largo por menos
de uno de ancho, escondido al costado de un local abandonado en una
barriada de San Fernando. “El rincón”, lo llama ella. Ahí ha pasado
noches con Daniel, uno de sus hijos, que sigue habitando ese espacio,
donde ahora tiene un colchón, algún plato y cubiertos, y las muchas o
pocas pertenencias que se pueden tener viviendo a la intemperie.
“Yo
me ponía al fondo, más cerca de la pared y él delante. Así nos dábamos
calor y nos protegíamos”, explica Elena. Aunque ella ahora tiene una
habitación alquilada, que paga con una ayuda de 360 euros por minusvalía
que percibe, y que en ocasiones cede a alguno de sus hijos, su última
estancia ha sido en una caseta cerca del cementerio, que todavía
frecuenta. Saca el móvil para mostrar el lugar. “Mira, esta es la
entradita con su cortina. Aquí tengo mi espejo. Este cuadro lo encontré y
lo puse... Vas reciclando lo que puedes coger por ahí y lo apañas.
¿Quién dice que no se puede vivir en la calle medianamente bien?”, dice
orgullosa.
“Mejor eso que estar tumbada en ese banco expuesta a
que te maten, a que te quemen, a que te violen… estoy más protegida ahí
dentro con mis muertos que aquí”. Elena denuncia haber sufrido palizas y
varias violaciones. Poco a poco intenta vencer el miedo acumulado de
tantos años de desprotección que han mellado en su autoestima hasta
pasar cerca de una década sin poderse mirar al espejo.
“En
la calle hay mucha diferencia entre hombres y mujeres, te tienes que
esconder mucho, me ha tocado salir varias veces corriendo. En alguna
ocasión me he escudado en la bebida para no tener miedo de vivir en la
calle y cuando te quieres dar cuenta eres un zombi”. Elena cree que las
personas que, como ella, viven en la calle no son invisibles. “Si lo
fuéramos, no nos verían como parásitos. Están pendiente de nosotros para
insultarnos, para señalarnos, para humillarnos, ofendernos, y no pueden
pensar que ellos pueden ser los siguientes. Aquí hay mucha gente que
tiene hipotecas, cuando no la pueden pagar les embargan y de ahí te
quedas en la puta calle”. Con estas crudas palabras recuerda que el
fenómeno del sinhogarismo lleva consigo un problema estructural de falta
de garantías del derecho a la vivienda.
En el Estado español
existen pocas investigaciones acerca de las personas sin hogar y la
tarea se complica aún más para conocer el sexo, algo importante para
trabajar en la necesidad de incluir la perspectiva de género al hablar
y, sobre todo, tratar el sinhogarismo femenino. A pesar de esta escasez,
algunos datos alertan de la extrema vulnerabilidad a la que se
enfrentan las mujeres. Según el Observatorio Hatento, el 60% de las
mujeres que viven en la calle es víctima de delitos de odio, y el 14,8%
ha sufrido agresión sexual.
Darío Pérez, jefe de Departamento de
Samur Social, indica que en Madrid “hoy todos los centros atienden a las
mujeres” y eso refleja “cierta feminización de la exclusión”. Sin
embargo, usuarias y algunas entidades sociales consultadas se quejan de
las carencias en el trato directo con las mujeres sin hogar desde el
paraguas de la atención institucionalizada.
Necesidades específicas
“En
los albergues los cuartos de baño no están habilitados para la higiene
personal femenina, no tienen en cuenta a quién o cómo tienen que pedir
compresas o tampones”, pone como ejemplo Cristina Hernández. Hace
hincapié en que, por ejemplo, “las condiciones de seguridad de las
mujeres no están garantizadas ni se atienden las necesidades específicas
de miedo y de terror”. La propia Elena denuncia que, en alguna ocasión,
después de esperar para entrar en un centro y dormir, se ha quedado sin
plaza a falta de habitaciones para mujeres. Pero, especialmente,
advierte que “esos sitios dan miedo, porque ahí está todo mezclado”.
“En
todo somos invisibles las mujeres. Hasta en el albergue, que ponían lo
que los hombres querían en la televisión. Una vez pusieron guarrerías y
me decían ‘pues yo te haría esto o lo otro’. Imagínate como me sentía:
humillada y muerta de miedo”, relata.
Después del viacrucis que esta mujer lleva a sus espaldas, le cuesta
imaginar alcanzar otra vida, menos amarga, menos dolorosa. Dice haber
perdido la fantasía y la fe, pero todavía es capaz de soñar un poco.
“Sobre todo cuando estás pasando hambre, frío, de todo, y en invierno
vas paseando y miras las casas con su salón, con su luz… piensas, ¡cómo
me gustaría estar ahí viendo la tele o cocinando, que siempre me ha
encantado cocinar! Cuando he tenido casa, he sido muy casera. Luego, por
circunstancias de la vida, llegó lo peor y acabé en la calle”. A.G, una
joven de 30 que prefiere no desvelar su identidad, pudo evitar la calle
como última salida, tras vivir situaciones límite por falta de vivienda
y empleo.
Esta chica, que comenzó a trabajar a los 19 años para
aportar en su familia —un núcleo monomarental—, fue encadenando un
empleo tras otro. Además, experimentó en primera persona los estragos de
la crisis. Por un lado, no pudo continuar sus estudios universitarios y
por otro, sus últimos trabajos fueron sin contrato. Precisamente, una
de las tendencias registradas en Europa por el Observatorio Europeo de
Sinhogarismo es el aumento de la proporción de mujeres jóvenes en este
colectivo.
“Intenté
buscar otro trabajo, pero en cuanto se me acabaron los ahorros no tuve
posibilidad de nada y fue cuando contacté con una trabajadora social, me
derivaron a un sitio de intermediación de empleo y a través de ahí me
ayudaron con la vivienda”. En ese proceso, de unos tres años, pasó tres
meses en casa de una persona mayor para hacer acompañamiento, después
fue derivada a un piso compartido pero tutelado por el Ayuntamiento de
Madrid, con visitas semanales y vigilado por una asociación, y
finalmente pasó a otro piso en que pudo vivir sola, gestionado por una
ONG, por el que pagaba una cuantía simbólica.
“Virtualmente
he podido estar en la calle, si no se hubiera dado una serie de
acontecimientos”, explica A.G., quien también reconoce tener respaldo
emocional por parte de su familia, pero que carece de un colchón
económico. Desde hace unos meses ha conseguido un empleo que le permite
alquilar una habitación con otras chicas de su edad y reanudar su
proyecto de vida con cierta estabilidad y con el sosiego de, a pesar de
haber recorrido una etapa dura, contar “con herramientas para salir
adelante”. A.G. se ha desprendido por completo de la culpabilidad y cree
que su situación no es aislada. “Puedes tener a mucha gente a tu
alrededor en una situación parecida y no saberlo, lo digo por mi propia
experiencia. Yo misma no doy a conocer mis circunstancias a otra gente
con la que no tengo la suficiente confianza, por pura supervivencia, por
no sentirte más vulnerable”, reconoce.
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