martes, 27 de octubre de 2020

Pobres, los olvidados de la pandemia

Los trabajadores sociales de Madrid llevan meses de protestas por las malas condiciones que existen en buena parte de los centros de acogida para personas sin hogar, la mayor parte de ellos gestionados como lucrativas empresas y donde los brotes no cesan

Uno de los principios de la nueva economía es que para sobrevivir hay que crecer siempre. También en tiempos de pandemia. Y los trabajadores de los servicios sociales conocen sus consecuencias. El mercado persa en el que se ha convertido el sector les causa estragos. Están agotados e irritados. No hay más que ver su descontento y escuchar cómo sobreviven en una situación límite: “Es un verdadero caos. Nos han abandonado a nuestra suerte y ya no aguantamos más. Estamos hartos”, relata un miembro de una de las secciones sindicales del Centro para Personas sin Hogar Juan Luis Vives de Madrid, un albergue donde 130 residentes conviven a diario con 4 o 5 trabajadores sociales, un enfermero y, a veces, sin médico. La mayoría son empleados eventuales. “Hay miedo a perder el puesto y a las represalias internas si te quejas de la situación a altas instancias. Por eso no queremos identificarnos”, se justifica para mantener su anonimato. Denunciar la podredumbre de las condiciones laborales es traspasar un límite protegido por un poste de alta tensión.

Frente a los rigores de la enfermedad, el negocio ha seguido creciendo. La austeridad reina en los seis grandes centros que hay en Madrid donde han llegado a racanear hasta las mascarillas. Eso ocurrió entre marzo y mayo y casi provoca una rebelión. Por eso mejoraron un poco las cosas pero sin aflojarles las tuercas.

– “¿Ya les han hecho PCR?”.

– “No. A algunos usuarios les han hecho test de antígenos”, responde.

– “¿Y a los trabajadores?”. La pregunta le resulta estúpida y contesta con ironía ácida: “Sí, cada mañana. Y nos ofrecen un daiquiri al darnos los buenos días”.

Aunque en varios albergues ya han comenzado a realizar análisis entre el personal de servicio, la norma habitual ante la alarma es el confinamiento voluntario. Y luego que el afectado contacte con su médica de familia por su cuenta y riesgo que es quien finalmente debe ejercer de rastreadora obligada. Si la luz roja se enciende dentro del albergue, nada se altera. El  aislamiento por contacto estrecho no se aplica “o simplemente es imposible de hacerlo” con residentes confusos que llegan allí huyendo del miedo. Todos recalentados con brasas de dolor humano. Enfermeros, auxiliares y médicos llevan exigiendo desde marzo una mayor implicación a empresas y responsables municipales para contener la situación pero la paciencia se agota. No creen en la compasión humana. “En realidad, no creemos en nada”, añade el sindicalista del Juan Luis Vives.

Semanas antes de producirse el colapso por la pandemia, los empleados del Samur Social de Madrid advirtieron públicamente que las condiciones laborales que ofrecía la empresa concesionaria de un servicio que atiende a miles de ciudadanos, el Grupo 5 Acción y Gestión Social, eran nefastas: Contratos basura, temporalidad, sobrecargas de turnos, falta de cobertura al absentismo, incumplimientos de convenios. “Así es difícil trabajar”, comenta uno de ellos. El Grupo 5 forma parte de uno de esos conglomerados voraces que han transformado este sector en un negocio fascinante y lucrativo, Corpfin Capital Real Estate, un fondo de inversión al que la privatización de los servicios sociales del Ayuntamiento de Madrid ha convertido en uno de sus principales beneficiados. Además del Samur Social, administra centros de acogida para personas sin hogar como el citado Juan Luis Vives, designado en su día como el albergue referencial para la vigilancia y aislamiento de residentes con síntomas de coronavirus; o el de Puerta Abierta, un recinto habilitado hace 19 años cerca del aeródromo de Cuatro Vientos que el pasado 21 de septiembre sufrió un brote de coronavirus descomunal: 50 de sus 120 usuarios cayeron enfermos.

Equipo directivo de Corpfin Capital

“El abandono que sufrimos trabajadores y usuarios desde el inicio de la pandemia han sido una constante”, denuncia un miembro de la sección de servicios sociales del sindicato CC.OO. que también prefiere mantener su anonimato. “¿A quién le importa lo que sucede en estos centros después de ver lo que está sucediendo en Madrid? ¿A alguien le interesa, de verdad, qué recursos se dedican a cuidar e intentar reincorporar socialmente al último eslabón de la cadena, a los pobres entre los pobres? ¿Qué representamos los trabajadores sociales, los auxiliares y los enfermeros en las circunstancias actuales de crisis? ¿Y los usuarios? Ah, claro, ellos no votan”, afirma descorazonado pero sin ocultar su sincera indignación. “Vivimos en la protesta continua”, insiste.

 Proteger a estos centros del coronavirus ha sido un aviso recurrente de médicos y especialistas en el ámbito social y económico durante los siete meses de pandemia. “Cuidado con los brotes que se puedan producir”, alertaron en marzo, “porque muchos de sus usuarios tienen el sistema inmunológico debilitado”. La ciencia reclamó extremar la prevención. Nada. En septiembre, con las cifras de transmisión en aumento vertiginoso, empezaron a realizarse test de antígenos, con su limitada eficacia ya contrastada, y que sirvieron de poco “porque no fueron acompañados de controles a la entrada y salida de los albergues”, explica una auxiliar de otro centro madrileño, en este caso de los Geranios,  una instalación regentada por la Asociación Comisión Católica Española de Migraciones (ACCEM) donde cada día atienden a un centenar de personas.

Demasiado movimiento para implantar el protocolo de respuesta a emergencias en este tipo de instalaciones que el Ministerio de Derechos Sociales estableció en agosto. Un plan que exige el aislamiento inmediato de los casos sospechosos en módulos especiales dentro del propio edificio. Difícil de ejecutar sin herramientas en los centros que hay en la ciudad de Madrid. Sin embargo, ACCEM acaba de lograr que el Ayuntamiento de Madrid renueve el contrato que tenían firmado para dirigir otro albergue de estas características: El Vivero. El acuerdo suscrito en julio asciende a 3,3 millones de euros, un 9,57 % más que el anterior. Allí se detectó a principios de octubre un brote agresivo. Primero fueron 13 los infectados. En tres días ascendió a 33. “33 entre 120 residentes. Imposible de controlar”, insiste una trabajadora. La inquietud se apoderó del centro.

También el desánimo. El de Puerta Abierta fue clausurado hace unas semanas, después de una dura e incesante pelea entre trabajadores y dirección. Había motivos sobrados. El peor, sin duda, que 50 de los usuarios presentaban síntomas de contagio. En el interior, la tensión se podía cortar con un cuchillo. “Nosotros mismos tuvimos que ingeniar la manera de aislar a los sospechosos. Las condiciones eran pésimas, por decirlo finamente. Es que la propia distribución del edificio es jodida, con habitaciones colectivas, etc. Así que optamos por dividir un largo pasillo por la mitad. A un lado ubicamos a los que estaban sanos y al fondo, a los enfermos. Pero, claro, evitar el contacto de unos con otros, que ya es complicado en una situación de normalidad, era como pedir peras al olmo. Imposible, vamos. Reclamamos a la empresa que hiciera PCR masivos y que cerraran el centro pero tardaron semanas en hacerlo. Y eso que hubo gente en la dirección muy implicada pero los de arriba no parecían estarlo porque tardaron semanas en reaccionar”, revela un auxiliar del centro a quien aquella calamitosa experiencia le produjo periodos de ansiedad indescifrables. Finalmente, desinfectaron las instalaciones y los casos positivos fueron trasladados a un hotel medicalizado que el ayuntamiento tiene abierto en el barrio de Las Tablas. Allí cumplieron la cuarentena. Hoy, este auxiliar de enfermería ha cambiado de trabajo. “Era muy complicado soportar esas condiciones. Por suerte, he encontrado algo mejor”, admite.

La falta de personal es uno de los grandes dramas que padecen estos centros, la penuria de un modelo que la epidemia ha desmontado. “No tenemos enfermeros”, apostillan un trabajador de ACCEM y otra de Grupo 5. Les dicen que no hay ninguno disponible en el mercado debido a la enorme demanda de hospitales y centros de salud. “Por supuesto que no los encuentran pero es por el sueldo que pagan”, coinciden. ¿Cuánto cobran? “1.000 euros al mes de media. En algunos casos, incluso menos. Trabajando de lunes a domingo”, aclara uno de ellos. De la prevención de riesgos laborales prefieren no hablar. “Hace unos días recibimos la visita de la gente de inspección de trabajo y fueron atendidos por un miembro de la empresa que no ha estado ni un solo día en alguno de los centros que tiene el Grupo 5 porque es persona de riesgo. No conoce lo que hemos vivido. Todo fue bien… para ellos”, revela un trabajador de Puerta Abierta.

El ambiente es insostenible. La cifra de infectados, lejos de estabilizarse, prosigue un ascenso acompasado.  A una semana tranquila le suceden dos de sobresaltos. Dolor, frustración, horas en duermevela, discusiones cargadas de veneno, algunos silencios temerosos y muchos enfermos. Los controles son confusos e insuficientes, sin rastreadores ni pruebas PCR.  Aunque desde el Ayuntamiento destacan su compromiso por conocer y comprender al llamado sin hogarismo, y el ejemplo que ponen es su reciente afiliación a la Federación Europea de Organizaciones Nacionales que Trabajan con Personas sin Hogar (FEANTSA), quienes a diario se parten la cara en el barro de este mundo no opinan lo mismo. Aunque lo expresen con la boca pequeña y el ceño contraído. “El problema de fondo es el fracaso del modelo que han implantado. No son centros de reinserción sino de recogida de personas sin hogar. Han convertido un servicio comunitario en un negocio”, explica el sindicalista del Juan Luis Vives.

Los manuales básicos de política psicosocial son claros: el objetivo final de estas residencias es proteger a personas vulnerables pero también enseñarles habilidades que les sirvan para cambiar su comportamiento y salir de los márgenes del mundo en el que se encuentran. “No a todos pero sí a algunos”, concluía en una entrevista el psiquiatra del servicio vasco de salud, Rubén de Pedro, entre sus funciones está la de visitar los albergues de Bilbao abiertos a decenas de ciudadanos que habitualmente duermen en la calle.  Es decir, ex menores no acompañados con profundos desarraigos, adultos con diversidad funcional o con patologías de salud mental, jóvenes con problemas de adicciones. Carnaza, a fin de cuentas, que se cotiza al alza en el mercado libre de los servicios sociales. La privatización los ha convertido en clientes de un negocio circular, sin puertas de salida ni escaleras por donde trepar en el patrón social. Marginados cercados como corderos en fortalezas de silencio. “¿A quién les importa? El 60% de los usuarios habituales son extranjeros que no pueden regularizar su situación laboral y que no tienen más aspiración que lograr una ocupación no lucrativa. Esa es la realidad en estos centros donde el gasto por residente se mide al máximo. Un trozo de pan por persona, una servilleta. No hay más. Mientras que en otra habitación los directivos se felicitan por la rentabilidad y se reparten los beneficios de ese ahorro a final de año. Tenemos gente de 64 y 65 años que son atendidos por personal auxiliar sin formación y fuera de sus competencias. Eso es un fracaso del modelo, un parche. En Madrid y en todos los sitios de España”, afirma el trabajador de un centro de acogida.

Vivir cada día es la única opción para los usuarios. Y la esperanza se ha convertido en algo improductivo para el personal que les atiende aunque sigan demostrando una entereza admirable. Si no fuera por ellos, nadie acierta a decir qué habría sucedido en estos últimos meses.

Gorka Castillo, CTXT



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