lunes, 20 de abril de 2020

El negocio de las personas sin hogar

El fondo buitre Corpfin Capital administra el Samur Social y la mayoría de los centros de acogida de Madrid, hoy saturados, desprotegidos y con falta de personal para hacer frente a la pandemia.


Ángel y Ana arrastran su turbación dentro de una maleta. Deambulan por los jardines de la Plaza de Oriente, teatro habitual de algunas de las piezas antológicas que la pobreza exhibe en una urbe como Madrid. Ella carga con todo el ajuar porque él no puede. Ángel muestra un sufrimiento resignado que le obliga a comprimir el cuerpo. Camina a duras penas con los ojos tan apagados que parece no ver nada. Cada cuatro o cinco pasos, Ana le toma la temperatura acercando su palma a la frente y dice: “Está malo. No sé yo si tiene algo de fiebre”.
Antes de la llegada de la pandemia, “que ya se ha llevado por delante a cinco buenos amigos”, eran usuarios periódicos de los ocho centros de acogida para personas sin hogar que hay en la ciudad. Acudían cuando la penuria se volvía inaguantable, sobre todo en invierno, pero cuando se recuperaban, partían de nuevo. “Ahora no sabemos dónde ir”, remata ella mientras se retira la mascarilla que cubre su boca. Han preguntado en un albergue del centro de Madrid si podían quedarse “pero nos han dicho que no había sitio. Están más llenos que nunca”. Ahora prosiguen su camino hacia la estación de Príncipe Pío a ver si hay suerte y encuentran una esquina protegida. Es probable que duerman al raso, acostados en los soportales de alguna plaza, acurrucados uno junto al otro a las puertas del metro. Ana ama a Ángel. Y Ángel a Ana. Es indudable. “Somos un mismo ser”, confiesa ella con una sonrisa. “Y ahora tenemos miedo”, remata él mirando al suelo.
De manera anónima, varios trabajadores del Samur Social, el organismo encargado del registro de accesos y salidas de todos los centros de acogida en la capital, confirman que el problema de alojamiento para personas sin hogar “es gigantesco en estas semanas de confinamiento”. La lista de espera es infinita y no merma. En IFEMA, más de 600 personas aguardan a que se produzca una baja para ocupar su puesto. El alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, ha reconocido que la situación es crítica pero atribuye el desconcierto a una especie de “efecto llamada” de gente procedente de otras provincias “debido a la rapidez con la que actuaron” habilitando nuevos espacios a las personas sin hogar.
La vicealcaldesa, Begoña Villacís, defendió sin ambages este argumento y el concejal de Bienestar Social, José Aniorte, fue aún más lejos en una entrevista en ABC : “Las 600 personas que tenemos registradas están atendidas. Para el resto esperamos que sea el Ministerio quien actúe para resolverlo”. Sin embargo, Ana y Ángel, que llevan muchos años “rulando por la calles de Madrid”, como ellos dicen, tienen una versión contrapuesta de los hechos. “Alguno habrá, no te decimos que no, pero tampoco muchos. La cuestión es que les importamos un bledo porque somos los últimos”, añaden rotundos.
La crisis del coronavirus también ha servido para testar la eficacia de la red asistencial a las personas sin hogar que hay en la capital, su gestión masivamente privatizada y la capacidad de respuesta municipal a una demanda desaforada. Para la mayoría de los trabajadores está siendo una brutal prueba de estrés, como esas que hacen los bancos para evaluar su solidez en situaciones de alto riesgo. De los seis albergues abiertos, sólo uno de ellos, el de San Isidro, mantiene la administración pública. El resto ha sido cedido a Ongs religiosas como ACCEM, a la Iglesia, a la Fundación Rais y a empresas privadas como Corpfin Capital, un fondo de inversión capital-riesgo inmobiliario que en 2018 decidió extender su mercado a los servicios sociales. Absorbió al Grupo 5 Acción y Gestión Social, una empresa especializada presente en siete comunidades autónomas a la que en aquel momento no le salían las cuentas. Conservó su nombre dentro del conglomerado y siguió gestionando servicios como el Samur Social de Madrid y varios de los centros para personas sin hogar más concurridos de Madrid como el de La Rosa, Juan Luis Vives y Puerta Abierta.
Pero las órdenes, la dirección y organización de todos los dispositivos, incluidos los que se abrieron en IFEMA y en el Polideportivo Marqués de Samaranch al comienzo de la crisis, parten de la estructura empresarial de Corpfin Capital. “Aunque no soy experto en derecho mercantil, la actuación de estos fondos es siempre la misma: Los tres primeros años se dedican a amortizar su inversión, los tres siguientes a optimizarlo y los tres últimos a su venta. Nosotros estamos empezando a entrar en la rampa de salida de los productos que este fondo va a vender”, intuye un representante sindical que prefiere no dar su nombre por temor a las consecuencias que pueda tener su crítica.
Con el desembarco de este fondo buitre en la red asistencial madrileña se inició una reestructuración de los recursos humanos para reducir costes. Agruparon las cuatro sociedades más importantes que conformaban el Grupo 5 y recolocaron a una parte de la plantilla considerada “no esencial” con licitaciones a la carta en puestos peor remunerados o, simplemente, para forzar su salida de la empresa. Externalizaron servicios básicos, se deshicieron de todo lo que podía lastrar su finalidad mercantil, incluidas seis residencias en Baleares y el plan de igualdad que los sindicatos negociaban con la antigua dirección del Grupo 5. A cambio, impusieron el suyo hasta que fue frenado por la aparición en escena de los tribunales. Sin embargo, los trabajadores perdieron a su representante legal en la empresa y todo acceso a la memoria económica corporativa.
La tensión llegó al paroxismo el pasado mes de noviembre cuando el Samur Social declaró una huelga por la falta de recursos con los que hacer frente a la saturación que sufría su servicio. Meses antes, el Centro madrileño de La Rosa, donde cada jornada acuden 35 personas a dormir, ya había denunciado la actitud de los propietarios al no cubrir las bajas laborales que se producían entre el personal de la residencia. “Ahora nos enfrentamos a otro problema grave: la falta de Epis. No llegan suficientes mascarillas a la mayoría de los centros abiertos en la ciudad, ni batas con criterios sanitarios y, en algunos sitios, hemos estado trabajando sin los guantes recomendados para evitar contagios, los de vinilo o nitrilo”, explica un trabajador.
Y luego está la saturación. En el de Las Rosas hay 80 usuarios, más del doble de su capacidad habitual. La sobreocupación se aprecia a simple vista. En el jardín, varias personas hablan en corrillos. Dos hombres caminan cariacontecidos alrededor del edificio. Se detienen un instante para encender un cigarrillo y continúan su paseo con las manos en los bolsillos. “Fueron rechazados en la selección que hicieron para entrar en IFEMA”, subraya una de las enfermeras del centro. En el interior se apañan como pueden. Han habilitado camas en lugares que antes se dedicaban al esparcimiento de los usuarios.
Hay cinco habitaciones colectivas, la más pequeña con seis plazas y la mayor con nueve. “Es casi imposible guardar la distancia social”, reconoce un auxiliar de servicios sociales que desde la entrada en funcionamiento de las medidas extraordinarias de confinamiento se deja la piel para hacer de este centro un lugar más cómodo y saludable. En los pasillos huele a desinfectante y los avisos para respetar las normas de socialización son constantes “Distancia social, María, ¡a dos metros!”, reclama solícito un auxiliar que reacciona de inmediato dando un paso hacia atrás. Nada de dar la mano a diestro y siniestro. Si alguien observa que no puede pasar sin tocarse, se pega a la pared y espera su turno.
Aunque es cierto que el ayuntamiento de Madrid ha reforzado el servicio con dos recintos especiales habilitados en IFEMA y en el Polideportivo Samaranch para albergar a 300 personas, todas ellas cuidadosamente escogidas en función de sus patologías y comportamiento, hay centros como el Juan Luis Vives de Vicálvaro donde a diario se viven situaciones complejas. Los cuatro trabajadores sociales que resisten los envites del coronavirus no pueden ocultar su amargura, la frustración “y un inmenso cabreo”.
Entre los 150 residentes, 15 más de lo que contempla el registro municipal de la red de acogida, hay dos casos positivos confirmados y varios más que están en la sala de preventivos, el lugar donde pernoctan los pacientes sospechosos de estar infectados. Cuando uno de ellos acude al baño, debe atravesar necesariamente la zona donde se congrega el resto de usuarios. Y ya se sabe que el virus es implacable con las personas que sufren patologías graves o tienen el sistema inmunológico debilitado, que en centros para personas sin hogar como el Juan Luis Vives son la mayoría. Hay drogodependientes, alcohólicos, maltratadores, expresidiarios, esquizofrénicos. “Una mezcla explosiva”, apostilla un auxiliar de la residencia.
De ahí que el verdadero problema para los responsables sea identificar a los asintomáticos pero resulta imposible saberlo. “Muchos siguen saliendo a la calle. ¿Cómo impedirles que no lo hagan, o que no compartan sus cigarrillos o cómo obligarles a que se recluyan en una habitación? Son un colectivo muy machacado y discriminado. Bastante tienen con lo suyo”, reconoce el trabajador. No es fácil imponer normas de seguridad en un albergue como el Juan Luis Vives, el centro de referencia para las personas sin hogar con diagnóstico de coronavirus. “Yo no puedo”, añade. Su razón para soportar tanta penuria es la pasión aunque admite “que a veces es muy difícil no dejarse arrastrar por el desánimo. Es desolador ver cómo se degrada todo, cómo varios compañeros han tenido que coger la baja porque la empresa ha aplicado los protocolos de aquella manera. Es que hemos trabajado muchos días sin mascarillas”, recalca el trabajador del centro.  

No es el único albergue donde se han registrado problemas. El sindicato CNT acaba de denunciar a Grupo 5 Acción ante Inspección de Trabajo por su “negligente gestión” en el centro temporal que abrió al comienzo del estado de alarma en el Polideportivo Marqués de Samaranch de Madrid para hospedar a 150 personas. Acusan a la empresa de irregularidades laborales, falta de coordinación y un nulo seguimiento individualizado de los casos, lo que ha generado conflictos internos. Al consumo de drogas y los robos, dice la nota del sindicato, “se suma la retención de medicamentos por parte de algunos usuarios que después se los administran sin control o los venden entre sus compañeros”.
Para las personas sin hogar, la Covid-19 es otra plaga más de las muchas que trastornan su vida cotidiana. Rubén de Pedro es psiquiatra del servicio vasco de salud y entre sus funciones en esta crisis está la de visitar los albergues habilitados en Bilbao para hospedar a los 300 ciudadanos que habitualmente duermen en la calle. De Pedro, un médico joven con un discurso magnético, no hace un diagnóstico general del impacto que supone para estas personas llevar cuatro semanas sometidas a las órdenes estrictas que tanto rechazan, “a ser interceptadas por la policía cada vez que ponen un pie en la acera, a los problemas que les plantean cuando van a comprar tabaco o vino en el supermercado”, afirma. Sin embargo, hay algo sorprendente que ha descubierto durante el periodo de confinamiento. A algunos les ha permitido valorar la asistencia, la atención que reciben por parte de los trabajadores sociales. Él les lleva las medicinas que necesiten, habla con ellos y le abren el corazón. “Por ejemplo, en uno de los albergues he conocido a una persona sin hogar crónica, ya mayor, de las que nunca ha querido saber nada de ayudas, que ni siquiera tenía DNI. Después de un trabajo concienzudo ha empezado a abrirse y es posible que algo cambie en su vida”, confiesa.
Otros están pasando por la abstinencia en un centro de acogida, muchos con enfermedades devastadoras que sólo contribuyen a multiplicar su incapacidad para combatir infecciones. El coronavirus les ronda como una bestia desatada. “No hay fin a sus problemas. Creo que también necesitamos una reflexión profunda sobre el sistema de atención a estas personas, los últimos, los nadie”, desvela el doctor.
A Madrid han empezado a llegar las primeras golondrinas. Pero a Ángel y Ana, que observan su vuelo rasante ensimismados, les debe parecer un garabato negro. “Abril siempre ha sido un mes lluvioso pero nunca tan triste”, exclama ella. Le coge la mano a su compañero y le dice que no piense en nada malo, que ya verá que todo se soluciona. El miedo es hoy un sentimiento palpable en ellos, el porvenir ni se lo plantean. “¿A dónde vamos a ir con nuestra maleta?”

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